Si se lanzara un concurso de palabras que sirvieran para definir la cultura actual, una de ellas, con toda probabilidad, triunfaría: superficie. Superficie, del latín “súper” (sobre) y “facies” (cara): relativo a la parte exterior de un cuerpo.
Toda la realidad emerge de la retroalimentación, entre la contracción y la expansión, entre la implosión y la explosión, dice Nassim Haramein. La primera, la implosión/contracción, está relacionada con la energía femenina, receptiva. La segunda, la explosión/expansión, la emisiva, la que irradia, está ligada a la energía masculina, que le concede más énfasis e importancia al mundo exterior que al interior, a la superficie, al extrarradio. Toda nuestra ciencia –sigue diciendo Haramein- está basada en la parte que irradia, la parte expansiva, la que percibimos como la realidad. La parte de contracción es la que no vemos. Las mujeres tienden a pensar en términos de infinidad, los hombres en lineal y finito. Pero ha de haber una conexión entre ambos, entre infinito y finito.
Lo mismo ocurre con el ADN, compuesto en un 5 o 10% de una parte biológica, el resto, la mayor parte, sería lo que llaman el ADN sutil, que determina el funcionamiento del ADN biológico. Un átomo está compuesto de un 99,99% vacío, el 0, 0001 % restante sería materia. Todo lo que nos ha contado hasta ahora la ciencia son los procesos exteriores, que representan ese 0,00001% de materia existente en el átomo. Pero sobre lo que ocurre en el 99,999% restante circula muy poca información.
En tiempos de las amazonas, las mujeres se empoderaron, pero aplastando a los hombres. Posteriormente, y hasta nuestros días, hemos asistido a la polarización contraria: el hombre aplastando a la mujer, el yo masculino sometiendo al femenino. La expansión/explosión aplastando a la contracción/implosión, la hegemonía de una minoría controlando a la mayoría. Y se ha ido estableciendo lo que podríamos llamar la “dictadura de la superficie”, la creencia de que solo existe lo que podemos ver, tocar y palpar. Estamos refiriéndonos a un patrón que se ha fractalizado, hasta el extremo de que, según dicen algunos, una élite económica minoritaria estaría controlando los destinos del resto de la humanidad. La buena noticia es que esta realidad se puede cambiar, desde un trabajo interior, desde una toma de conciencia.
Creer que la solución a cualquier problema viene de algo exterior, a nosotros es negar o ser incapaz de ver el patrón que se esconde detrás de cada estructura física. ¿Sería lógico que, al observar un edificio, negáramos el trabajo previo del arquitecto? ¿O pensar que las paletas han colocado los ladrillos al azar sin disponer de un plan de acción, de un diseño previo? No se nos ocurre porque es absurdo.
Pues bien, resulta igual de incongruente creer que las situaciones y circunstancias que nos trae la vida son el resultado del azar. Pensar que las enfermedades nos llegan a través de algo exterior, que las heredamos a través del ADN o que nos pueden ser inoculadas por casualidad, al pincharnos con una jeringuilla contaminada, por ejemplo. Todo parece indicar que la enfermedad es el resultado de un diseño previo, de unos patrones geométricos que se han distorsionado, ya que hemos sido creados con base en un diseño geométrico muy preciso.
En su libro Dios y la Ciencia, Jean Guitton dice que la realidad entera descansa en un pequeño número de constantes cosmológicas menos de quince (gravitación, velocidad de la luz, etc.) y que con solo una ínfima modificación de una de estas constantes, la vida en la Tierra no sería posible. Dice Guitton que para dar una idea acerca de la sutileza inconcebible con la cual el universo parece haber sido regulado, basta imaginar la proeza que debería llevar a cabo un jugador de golf desde la Tierra para lograr ubicar su pelota en un hoyo situado en alguna parte de Marte. Todo está sometido a un principio organizador y ese principio es Dios, según dice este autor.
Cuando abordamos una patología desde el síntoma, esforzándonos en suprimirlo, estamos actuando desde la superficie, desde el Yo masculino.
Cuando atribuimos a factores externos las rarezas del clima, los seísmos o la furia de los elementos en determinadas épocas o lugares, estamos actuando desde la superficie, dejando de considerar la influencia ejercida por los seres humanos sobre los patrones climáticos.
Cuando vilipendiamos o lanzamos dardos envenenados contra un líder político porque no nos convence su forma de gobernar, estamos tirando balones fuera desde la portería masculina y actuando desde el extrarradio de nuestro ser. Obviando que un líder no es más que la personificación de la conciencia colectiva de un país. Si aborrecemos la corrupción, tal vez lo más sensato sería preguntarnos en qué momento hemos sido corruptos o deshonestos con nosotros mismos o con los demás.
En cambio, cuando ante una decisión importante de cara a nuestra salud –someternos a una operación, a un tratamiento, emprender un régimen o tomar cualquier decisión relacionada con nuestro organismo- nos conectamos con el mundo celular para avisarle, para recabar su opinión o su apoyo, estamos actuando desde el Yo femenino receptivo. Es lo que hacemos desde la Alquimia Genética.
Es posible revertir el proceso que nos lleva a venerar la superficie en detrimento del contenido. La energía femenina tuvo su tiempo de dominación (amazonas), la masculina desplegó un amplio contrapunto, desde aquellos tiempos hasta hoy.
Ahora parece que el próximo paso ha de consistir en establecer un equilibrio entre ambas, en conectar lo finito con el infinito. Se trata de derrocar todas las dictaduras, pero empezando por la de la propia psique. Hemos alcanzado un punto de nuestra evolución en que las conquistas han de ser interiores.
En vez de reaccionar desde el Yo periférico —como lo hacen muchos colectivos de mujeres— y seguir ahondando en el patrón de la polarización contraria, persiguiendo de algún modo la revancha ante la hegemonía masculina, tal vez convendría buscar un punto de equilibrio y armonización entre ambas polaridades. A esto nos invita la era acuariana.
Soleika Llop